La
plantilla de las empresas, de las grandes como de las
pequeñas, son
principalmente mujeres jóvenes de zonas rurales que emigraron a la ciudad con
la esperanza de adquirir una capacitación a la que no acceden en las regiones
agrícolas.
En la
ciudad suelen vivir juntas en lugares pequeños y compartir el baño y los
alimentos.
Analfabetas
y sin formación, las trabajadoras textiles tienen pocos medios para proveerse un
ingreso estable. Su vulnerabilidad las convierte en presas
fáciles de los empresarios, quienes arguyen que para seguir siendo
“competitivos” en el mercado mundial deben gastar lo menos posible en mano de
obra.
Las
jóvenes suelen comenzar a trabajar como aprendices y no perciben un salario
sino solo un estipendio que puede ser de apenas un dólar al mes. Al año pasan a
operar máquinas más complejas y cobran un salario regular.
La mayoría de las mujeres
cosen, lavan y empacan la ropa por el equivalente a 30 o 40 dólares, trabajan
un promedio de 10 horas por jornada y los siete días de la semana. En cambio,
los hombres suelen ocupar cargos más altos, como de control de calidad y de gerente.
Las mujeres, que constituyen 80 por ciento de la
fuerza laboral en la pujante industria de la vestimenta de este país,
son las más perjudicadas por las tragedias que últimamente ocurren en la
actividad industrial de este país.
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